Las cosas que un día nos gustaron



En una época en que las opiniones no conocen hogar ni a veces al cerebro del cuerpo en que de otro modo habitarían, supongo que este blog debe ser una atrocidad con su ventana y su puerta tan cerradas.
      Tal vez esta entrada se asemeje al cartel colocado a la puerta de ciertos edificios con ínfulas de partido político que,  entre los muchos objetivos de su programa, defienden la prohibición de la publicidad.
    A mí el spam,  ni plin ni plan. Puedo navegar por la red esquivándolo con la pericia de un marinero capaz de oler el musgo de las rocas circundantes. Lo mismo en la calle: "¡ojo, gitana a las doce en punto!; cuidado, cuidado, rumano a a las tres y cuarto; y, ¡oh, dios mío, date prisa, llévate el móvil a la oreja, que allí está la chica de la cruz roja y los chicos de aldeas infantiles!
    En cambio, con las opiniones es más difícil. Independientemente de que no firmes el acuse de recibo o atiendas llamadas imaginarias, el comentario u opinión de turno se queda en tu cabeza, directamente llegado desde la boca o los dedos de quien sea. Entonces comienzas a plantearte si realmente tendrá razón. ¿Seré menos real por no tener una cuenta de facebook vinculada a mi familia, a mis (pocos) amigos y al yo que hay detrás de lo que quiera que sea este Ant Waters? ¿Debería borrar esa cuenta ficticia y crearme una "real" como la de ellos?  ¿Entonces pararán los comentarios que provoca tal o cual opinión?
    Al final, abandoné ese lugar de las cosas que un día nos gustaron y regresé aquí, un poco como las locas, sin dejar que me dijeran adiós, no fuera que tuvieran más opiniones y, peor aún, preguntas. Es más por si de repente las arrastran hasta aquí, que por otra cosa, que he cerrado la puerta y miro muy de vez en cuando desde la ventana, por si lo mismo que ahora explico lo que no me apetecía explicar hará un par de semanas, de pronto me da por dejaros entrar o salir a saludar.